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Hace no muchos años Rafael Gambra observaba cómo la filosofía, confinada a los círculos de especialistas, se había convertido en un saber imprescindible tanto para los expertos como para el público en general, debido a la inquietante presencia de técnicas destructivas y por la presión que ejercían las nuevas doctrinas políticas sobre la comunidad. Hoy esa necesidad se ha agudizado intensamente a causa de las nuevas tecnologías de comunicación que llenan y desbordan nuestra capacidad intelectual hasta impedir cualquier respuesta racional ante la avalancha que paraliza nuestras mentes por inundación. Pero la filosofía no es conocimiento de fácil acceso en sí mismo por albergar un conjunto inabarcable de sistemas heterogéneos. De ahí que nuestra época exija recurrir al pensamiento sensato que, partiendo de evidencias indudables, se atiene a la experiencia cotidiana anterior al alud de opiniones que las modas enaltecen transitoriamente.