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Sumergirse hoy en día en las obras de Robert Fludd (1574-1637), nos dice Joscelyn Godwin, «es como explorar un palacio de la memoria renacentista». Un inmenso y majestuoso edificio que albergaría gruesos y ricos volúmenes, espléndidamente ilustrados, sobre el macrocosmos y sus correspondencias con el microcosmos; también se verían fastuosos atriles en los que descansarían abiertos valiosos incunables de las Sagradas Escrituras y de las obras de Hermes Trismegisto y Platón. Una de sus salas podría atesorar una colección de cañones, un horno alquímico o una gigantesca arpa mecánica, que no necesitara de nadie para sonar. En otras estancias habría diversos aparatos experimentales, que demostrarían el origen de los vientos, o bien una serie de autómatas giratorios propulsados por arena. Más adelante, en otros recintos más sobrios del palacio, podrían colgar de las paredes dibujos de órganos internos del cuerpo humano, el sistema circulatorio o los nervios, junto a esquemas geománticos y símbolos rosacruces. En el exterior del edificio se divisarían un huerto de plantas medicinales y algunos ingenios, como un reloj musical acuático o un órgano de agua; en cualquier caso, nada que saciara una curiosidad banal.
El abigarrado mundo intelectual de Fludd no tiene parangón en su época en cuanto a amplitud y ambición, y ésta es una de las causas por las que quedó pronto olvidado tras su muerte. No fue suficientemente original en ninguna de las disciplinas que se abrirían camino en su tiempo, como la astronomía, la mecánica, la filosofía, la medicina y las artes, y, por otro lado, los historiadores han ignorado la corriente de pensamiento esotérico en donde Fludd hizo mayores aportaciones.