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«Madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos.»
La vida y la obra del filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) se fraguó lentamente en los límites de la ingente biblioteca de su casa en Bogotá, que albergaba más de treinta mil volúmenes y que fue leyendo siempre en su lengua original, ya fuera latín, griego, francés, inglés o alemán en largas sesiones que iban desde las primeras horas del día hasta la madrugada. Mientras leía, solía escribir una serie de notas, o escolios, a través de las cuales fue desarrollando su singular pensamiento en forma de aforismos, que le valieron el merecido título de «Nietzsche colombiano».
Siempre fiel a su propia fórmula, «vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes», sin olvidar que toda vida es «un experimento fracasado», Dávila construyó una de las críticas filosóficas más clarividentes y feroces de la modernidad, que despertó la admiración de escritores tan cercanos a su sensibilidad desprejuiciada como Ernst Jünger, o Botho Strauss. Sin embargo, no es nada fácil clasificar a este pensador independiente; no se encuadra en la tópica etiqueta del conservador nostálgico. Él mismo se autodefinió como un «reaccionario auténtico», pues, como aseveraba para evitar malentendidos, cuando no hay nada que conservar uno se vuelve reaccionario y reacciona contra todo.